Cuando nos sentimos “mejor que el otro”, jugamos al padre o
la madre superior y estamos tomando el poder del otro, penetrando en su
libertad de ser quien es, tal como es.
Cuando damos consejos que no nos han pedido, o cuando estamos
en una conversación en la que no dejamos de decir “Deberías…”, preguntémonos
hasta dónde llega nuestro campo de energía, y preguntémonos si detrás de
nuestros consejos no se oculta una gran necesidad de ser reconocidos por
nuestro valor. Queriendo mostrar a los demás que sabemos más que ellos, cogemos
su energía para alimentarnos de ese reconocimiento que no nos damos a nosotros
mismos.
La consecuencia inmediata de este tipo de actitud tiene dos efectos
visibles y muy fácilmente reconocibles:
1.- El conflicto
estalla para recuperar nuestro territorio y entramos en una discusión de
argumentos y de “ping-pong” que nos agota y no lleva a ninguna parte. Cada uno
intenta defender su espacio de libertad y robarle al otro un pequeño trozo.
2.- Cuando el otro se
sitúa en una posición de inferioridad, creamos discípulos beatos que se vuelven
dependientes de nosotros, se pegan a nuestra piel y beben nuestra energía al
considerarnos su salvador.
En ambos casos perdemos nuestra libertad y creamos vínculos
de dependencia que tarde o temprano nos conducirán a equilibrar esta actitud
con la persona implicada o con otras, adoptando un papel de inferioridad.
Si estamos en posición de superioridad hacia a
alguien, levantemos nuestra mirada unos segundos hacia el cielo, tomemos una
inspiración profunda y desplazando lentamente nuestra mirada hacia nuestro
interlocutor, decimos y decidle interiormente:
“Tú eres libre y responsable de tu vida. Yo soy
libre y responsable de mi vida, te amo tal como eres y me amo tal como soy, te
devuelvo el poder que he tomado y te doy las gracias”.
Cuando hay una posición de inferioridad o de superioridad en
nosotros, significa que nuestro contrario está ferozmente reprimido en el fondo
de nosotros. Tomémonos entonces algo de tiempo para ver a estos personajes
dependientes en nosotros que necesitan nuestro reconocimiento y nuestro amor
para ser liberados.
Siempre podemos, cuando estamos en conflicto con alguien,
posicionarnos en el centro de la balanza, es decir, en la posición de la
fraternidad donde cada uno es simplemente igual al otro.
Simplemente expresando en el silencio de nuestro corazón la
palabra “HERMANO” o “HERMANA”, recordamos en cada instante que cada uno es una
manifestación de la Divinidad que se reconoce a ella misma, a su propio ritmo.
No tenemos ningún derecho de juzgar el ritmo del otro.
Cada uno es libre, perfectamente libre.
Y estemos de acuerdo o no con este principio, se trata de él
mismo y nos reenvía siempre los espejos que necesitamos para reconocerlo y
centrarnos de nuevo.
Acordémonos pues del principio de fraternidad, ello hará
cesar todas las guerras de poder.
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