LA TRISTEZA
Cuando nos sentimos tristes, permitirnos sentir nuestra
vulnerabilidad, como si fuéramos una frágil flor bajo la lluvia. Dejemos que la
lluvia nos bañe con su dulzura, dejemos
las lágrimas subir y abandonémonos. Convirtámonos en una madre que nos
acompaña, que nos consuela, nos apoya y nos ofrece su maravillosa compasión. Si
no tenemos costumbre de interpretar el papel de madre hacia nosotros mismos,
imaginemos una hembra animal que se ocupa de sus pequeños durante una sesión de
limpieza y sintamos nuestro instinto maternal; está aquí, en nosotros,
volvámoslo a encontrar y tomémonos en nuestros brazos, toquémonos nuestros
brazos, nuestra cara y digámonos palabras dulces y reconfortantes.
La tristeza es como una diosa sanadora, que cuando la
acogemos en nuestra vida nos puede ofrecer el camino más hermoso de regreso a
nuestro amor. Aceptemos pues dejar llorar al niño que necesita nuestro apoyo
maternal.
La tristeza es una de las puertas que nos conduce
directamente a la autenticidad de nuestro corazón. Dejemos que la puerta se
abra, pero ¡no nos identifiquemos con ella! No nos complazcamos con las
lágrimas, no es indispensable crear un océano más. Sentimos la tristeza
situándonos en la compasión de la madre en vosotros. Envolvámonos con la mirada
de María o de Tara o de cualquier ejemplo de diosa-madre con la que nos
sintamos en comunión.
Sintamos cómo la tristeza nos devuelve al momento presente,
en nuestro cuerpo, y permitámonos sentir el apoyo de la Tierra-Madre.
-
Colocaros
en el suelo en posición fetal y dejaros caer en los brazos de la madre-Tierra,
sentid su recibimiento, sentid que no estáis aislados, sentid que en vuestra
sensación de abandono ella puede al fin desvelaros su presencia. Dejaros amar
por la madre-Tierra y nutriros de este amor. La tristeza os enseña la verdadera
compasión. –
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